Durante las insurrecciones populares que ocurrieron en Francia en 1848, un grupo de artistas se congregó en la aldea francesa de Barbizon para seguir el programa de Constable y observar la naturaleza con ojos limpios.
Uno de ellos, Jean-François Millet (1814-1875), resolvió ampliar este programa del paisaje a las figuras; se propuso pintar escenas de la vida de los campesinos, mostrándolos tal como eran, esto es, pintar hombres y mujeres trabajando en el campo.
En el famoso cuadro de Millet “Las espigadoras”, (1857) no se halla representado ningún incidente dramático, nada que, pueda considerarse anecdótico: no se trata más que de tres atareadas jornaleras sobre una llanura que se está segando.
No son ellas hermosas ni atractivas.
No existe la sugerencia de un idilio campestre en el cuadro; estas campesinas se mueven lenta y pesadamente, entregadas de lleno a su tarea.
Millet ha procurado resaltar su sólida y recia constitución y sus premeditados movimientos, modelándolas vigorosamente con sencillos contornos contra la llanura, a la brillante luz solar.
Así, sus tres campesinas adquieren una gravedad más espontánea y verosímil que la de los héroes académicos. La colocación, que parece casual a primera vista, mantiene esta impresión de equilibrio apacible.
Existe
un ritmo calculado en el movimiento y distribución de las figuras
que da consistencia a todo el cuadro y que nos hace percibir que el
pintor consideró la labor de las espigadoras como una labor de
significación noble.
El pintor que dio nombre a este movimiento fue Gustave Courbet (1819-77). Cuando inauguró una exposición individual de sus obras en una barraca de París, en 1855, la tituló Le Réalisme, G. Courbet.
Su realismo señalaría una revolución artística. Courbet no quería ser discípulo más que de la naturaleza.
Hasta
cierto punto, su temperamento y su programa se parecieron a los de
Caravaggio, no deseaba la belleza, sino la verdad.
El cuadro que representa a sí mismo de excursión por el campo con los utensilios de pintar a las espaldas, siendo saludado respetuosamente por un amigo y cliente lo tituló “Bonjour, Monsieur Courbet”.
A cualquiera acostumbrado a las escenas teatrales del arte académico, este cuadro le parecería francamente infantil.
No existen en él elegantes actitudes, ni fluidez de líneas ni
colores sugestivos. Comparada con su tosca composición, incluso la
de Las espigadoras , de Millet, parece muy estudiada.
La idea misma de un pintor autor retratándose en mangas de camisa, como un vagabundo, debió ser considerada una ofensa por los artistas respetables y sus admiradores.
Courbet se propuso conseguir que su cuadro constituyera una protesta contra los convencionalismos aceptados en su tiempo, que sacara al burgués de sus casillas y proclamara el valor de una sinceridad artística sin concesiones contra el hábil manejo de la rutinaria habilidad tradicional.
Indudablemente, los cuadros de Courbet son sinceros. “Confío siempre —escribió en 1854 en una carta muy característica— ganarme la vida con mi arte sin tener que desviarme nunca de mis principios ni el grueso de un cabello, sin traicionar mi conciencia ni un solo instante, sin pintar siquiera lo que pueda abarcarse con una mano sólo por darle gusto a alguien o por vender con más facilidad.”
La deliberada renuncia de Courbet a los efectos fáciles, así como su resolución de reflejar las cosas tal como las veía, estimuló a muchos otros a reírse de los convencionalismos y a no seguir más que su propia conciencia artística.
Fuente: Gombrich, Ernest (História del Arte).